El séptimo planeta fue, por consiguiente, la Tierra.
¡La Tierra no es un planeta cualquiera! Se cuentan en él ciento once
reyes (sin olvidar, naturalmente, los reyes negros) , siete mil
geógrafos, novecientos mil hombres de negocios, siete millones y medio
de borrachos, trescientos once millones de vanidosos, es decir,
alrededor de dos mil millones de personas mayores.
Para darles una idea de las dimensiones de la Tierra yo les diría que
antes de la invención de la electricidad había que mantener sobre el
conjunto de los seis continentes un verdadero ejército de cuatrocientos
sesenta y dos mil quinientos once faroleros.
Vistos desde lejos, hacían un espléndido efecto. Los movimientos de
este ejército estaban regulados como los de un ballet de ópera.
Primero venía el turno de los faroleros de Nueva Zelanda y de
Australia. Encendían sus faroles y se iban a dormir. Después tocaba el
turno en la danza a los faroleros de China y Siberia, que a su vez se
escabullían entre los bastidores. Luego seguían los faroleros de Rusia
y de las Indias, después los de África y Europa y finalmente, los de
América del Sur y América del Norte. Nunca se equivocaban en su orden
de entrada en escena. Era grandioso.
Solamente el farolero del único farol del Polo Norte y su colega del
único farol del Polo Sur, llevaban una vida ociosa e indiferente:
trabajaban dos veces por año.
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